ACABA LA HISTORIA
Dada una historia, invéntate el final...
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PANDORA - ¿Qué es el viento? Quien mejor lo sabe es Pandora. Porque Pandora tiene todos los vientos encerrados en una caja. Y cuando ella abre la caja, siempre sale un viento de ella. Pandora los conoce a todos por sus nombres. - ¡Oye, Pandora! ¿Cómo es el viento? - El viento - contesta siempre Pandora - es travieso. - ¿Y por qué? - Porque es libre. -¿El viento no tiene profesores, ni amos, ni nada? - No - responde Pandora-. No tiene profesores ni amos. Ni jefes ni hermanos mandones. No tiene paredes, ni rejas, ni ventanas cerradas. El viento es el viento. - Oye, Pandora, ¿Y tú donde vives? |
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FINAL 1 - En la ciudad de los vientos. - Pero si viven en una caja... - No siempre ha sido así. Hubo un tiempo en el que vivían todos juntos en el mismo lugar. - ¿Y cómo era? - Era un lugar muy divertido, porque no existía el derecho ni el revés. No hacía ni frío ni calor, y no se podía distinguir derecha e izquierda, ni arriba y abajo. - ¿Y Por qué ahora los tienes encerrados en una caja? - Porque los vientos decidieron empezar a competir a ver quien era más fuerte. Desapareció la brisa y nacieron los huracanes. Y con ellos llegó la destrucción. Por eso ahora sólo les dejo salir de uno en uno. Y así siempre acaban volviendo, porque echan de menos a sus compañeros. |
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FINAL 2 - En el país de los vientos. - ¿ Y dónde está ese país? - En cualquier lugar que quieras imaginártelo. - Entonces¡ podemos estar ahora en él! - Sí. - Pandora, y como sabe uno que esta en tu casa. - No hace falta saberlo, cuando estés allí lo sabrás. No hará falta que nadie te lo diga, tu misma te darás cuenta, créeme. - ¿ Y como podré darme cuenta? - Cada uno tiene su particular forma de darse cuenta de las cosas; unos ríen sin parar hasta no poder más, otros que están enfermos logran sanarse, los que lloran dejan de hacerlo, los solitarios encuentran compañía, los pintores realizan la obra de su vida,... Ya te he dicho que cada persona tiene su manerapara alcanzar la ciudad de los vientos... - ¿Tu crees que yo la encontraré? - !¡Claro, que sí! Sólo has de proponértelo. - ¡ Oye, Pandora! ¿ Cómo es vivir en el país de los vientos? - Pues... Depende de con que viento te topes... - ¿ Cuantos vientos viven en tu casa? - Uf! Tantos que no podría decírtelo con exactitud. - Tú los habrás visto a todos, no? - Pues lo cierto es que no... A veces pienso que solo es uno, que bromea conmigo y cambia de forma cada vez que consigo encontrarlo por algún rincón, otras veces pienso que son muchos que se hacen pasar los unos por los otros... El caso es que mi casa a veces parece una selva de vientos... Y créeme cuando eso sucede es para volverse loca... Son libres pero también son traviesos... Cuando el caos resulta insoportable es cuando saben que han de volver a la caja... - ¿Qué caja? ¿Los vientos tienen cajas de juguetes? - No, la caja de los vientos es el lugar donde descansan. El problema es que nunca quieren entrar, siempre quieren estar danzando por ahí, haciendo fechorías de las suyas... Entonces tengo que ingeniármelas para que vuelvan dentro. - ¿Y cómo lo haces? - Les canto una canción. - Y, entonces ellos vuelven... - ! No! se hacen los remolones, pero yo sigo cantando cada vez más fuerte, hasta que poco a poco van calmándose, y uno a uno van volviendo para descansar y poder, a sí, seguir jugando al día siguiente... María cerró el libro ante la insistente llamada de su madre. Refunfuñando fue hasta la cocina donde la esperaba un gran vaso de leche caliente. Su madre la esperaba con una gran sonrisa, entonces María corrió a sus brazos y la beso fuertemente...esa noche se fue a la cama sin protestar... -Mamá ,me voy corriendo a la caja para descansar porque Pandora va a empezar a cantar la canción de los vientos y no quiero perdérmela, buenas noches! ¿Os podéis imaginar la cara de la madre? |
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FINAL 3 -Dónde me lleve el viento – responde siempre Pandora. - ¿No tienes, entonces, profesores ni amos? Pandora se calla y mira a través de los ojos del niño. Es todavía un espíritu libre, piensa, libre como el viento. - No. Ahora sí que tengo amos. Amos que ordenan mover los vientos. - ¿Y puedes hacerlo? ¿No dices que el viento es libre? - Nunca nadie es libre del todo. Siempre se debe obedecer a alguien – y lo dice con nostalgia. El niño la observa, entre incrédulo y desconfiado. - ¿Y a ti? ¿Te mandaron encerrar los vientos en una caja? - Sí. - ¿Y no te daban pena, al hacerlo, los vientos? - Sí. - ¿Y por qué lo hiciste, si sabes que eran felices siendo libres? Pandora ya no supo qué contestar. |
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X, Y y Z Las paredes que envuelven la casa de Y son muy, muy delgadas. Tienen el grosor exacto de las de la casa de Z. Es más, en muchas de las habitaciones coinciden. La cuestión es que, quizá inducidos por lo estrecho de los muros que los separan, Y y Z se pasan el día con la oreja pegada a los cuartos del otro lado. No es sólo que Y espíe los horarios de Z, no que Z esté pendiente de cuando Y entra y sale de casa, van más allá: se persiguen del salón a la cocina como adivinándose las pisadas. Ya debería extrañarles que siempre escojan el mismo momento para ducharse o para hacer la colada, que tanteen la radio hasta sintonizar unísona emisora, que cocinen y cenen al tiempo (y les sorprendería conocer las similitudes del menú). Después de cenar, cuando el silencio espesa el aire de las habitaciones, la oscuridad les pilla arrodillados, con la cabeza en la pared que separa los dormitorios en los que, noche tras noche, sueñan que están entrelazados, haciéndose mimos sin muros y con luna.
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FINAL 1 Los techos de los edificios se van hundiendo porque, aunque nadie lo sepa, el cielo pesa. X se dedica a ir casa por casa empujando al cielo. Vive en los tejados, y allí podemos verle, con los brazos extendidos, y con una sonrisa en los labios, porque está enamorado de su trabajo. Una vez estaba subido al tejado de dos casas adosadas, exactamente iguales. Una era el reflejo exacto de la otra. Subió a la primera, pero el cielo no se dejaba empujar. Le costó un enorme esfuerzo vencerlo, pero el cielo, que es tozudo, comenzó a empujar el techo de la casa de al lado con la msima fuerza multiplicada por diez. X, pletórico de triunfo, no cesaba en su titánico esfuerzo, sin observar la respuesta del cielo. De repente, algo crujió en la casa adosada, y ésta se derrumbó en un rugido ensordecedor. Cuando X bajó a toda prisa para ver si había alguien herido, encontró a Y y a Z abrazados, rotos al fin los muros que los separaban.
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FINAL 2 Las paredes que envuelven la casa de Y. son gruesas. Muy gruesas. Sólidos sillares antiguos como la msima ciudad. La casa de Z. tiene paredes de exacto grosor. Más trabajo de picapedrero en la época del martilo y el cincel. Y. y Z. no se conocen. Nunca se han visto, porque las puertas de sus casas dan a calles distintas. Y. y Z. no se han molestado nunca con ruidos, no han descubierto qué música les gusta, qué informativos escuchan. Y. y Z. cenan a la msima hora, apenas a un par de metros de distancia. Y. y Z. duermen pared con pared pero nunca se han dado cuenta de ello. Y sin embargo, Y. y Z. se conocen. Se han soñado mutuamente durante años, se han aferrado a ese sueño y temen perderlo. Porque es casi lo único que tienen. Por eso Y. y Z. no quieren conocerse. |
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La noche (Pesadilla) Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sobra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro. El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y a cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga. Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible. Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas. Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarle a uno. Pero, ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí. El caso es que ayer -¿fue ayer? -. Sí, sin duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año - no lo sé-. Debió ser ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha vuelto a salir. Pero, ¿desde cuando dura la noche? ¿desde cuando...? ¿Quien lo dirá? ¿quién lo sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena. Hacía bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo se veía claro en el aire ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches claras son más alegres que los días de sol espléndido. En el bulevar resplandecían los cafés; la gente reía, pasaba o bebía.Entre un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé. Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y cruda. Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los cafés concierto parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes. Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destelleantes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos de gas, del feo y sucio gas, y las guirnaldas de cristales coloreados. Me detuve bajo el Arco de Triunfo para mirar la avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia Parías entre dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas figuras que tanto hacen soñar e imaginar. Entré en el Bois de Boulgne y permanecía largo tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura. Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví. ¿Qué hora sería cuando volvía pasar bajo el Arco de Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo. Por primera vez, sentí que iba a suceder algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la avenida estaba desierta. Solo, dos agentes de policía paseaban cerca de la parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las farolas de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda. Los seguí, y luego volví por la calle Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto un París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos. Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar. Me dirigí, pues, hacia la bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía descender sobre la tierra para aniquilarla. Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi alrededor. En la Place du Châteaud´Eau, sin embargo, un borracho estuvo a punto de tropezar conmigo, y luego desaparición. Durante algún tiempo seguí oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: "Escúcheme, señor". Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras del suelo. le pregunté: - ¿Amigo, qué hora es? - ¡Y yo qué sé! - gruñó -. No tengo reloj. Entonces me día cuenta de repente de que las farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer... "Iré al mercado de Les Halles - pensé -, allí al menos encontraré vida" Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles, contándolas. Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocía la Bolsa, por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizás el mismo que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte. Una vez más me perdí. ¿Donde estaba? ¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada. "¿Donde estaban los agentes de policía? - me dije -. Voy a gritar, y vendrán." Grité, no respondió nadie. Llamé mas fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable. Grité más fuerte: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!". Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic-tac de la pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego, tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más profundamente negro que la ciudad. ¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi peso jadeaba y sentía un hambre horrible. Me decidí a llamar a la primera cochera. Toqué el timbre de cobre, que sonó en toda la casa; sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la puerta. Llamé de nuevo; esperé.... nada. Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde de´bia dormir el portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas. Y de pronto, vi que había llegado al mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto. Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿Qué sucedía? Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿Y la hora? ¿Quien me diría la hora? Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: "Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con mis dedos". Saqué el reloj... ya no sonaba... se había parado. Ya no quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni una vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada. Me encontraba en los muelles, y un frío glacial subía del río. |
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FINAL 1 Me apreté las sienes con fuerza, pero nada cambió. Mis manos estaban heladas, y sospeché que, de habérmelas visto, las hubiera descubierto blancas, cadavéricas. Entonces lo comprendí. Había llegado a mi paraíso, el que escogí en vida. la oscuridad, una oscuridad absoluta. Estaba muerto y en tinieblas, por los siglos de los siglos, Amén |